sábado, 4 de junio de 2011

Reflejo. Luces. Altura. Sombras. Miedo.

Sin ninguna intención de escribir un melodrama con una pluma tintada de papel maché. Ni de encontrar lugares por la noche donde bailan reflejos de almas vacías en el agua del río.

-Me encanta, soy la tonta de los reflejos y las lucecitas.

Esta escalera tiene bloqueado el modo de descenso, aunque ya no quiera subir más es completamente inevitable hacerlo. A medida que asciendo peldaños sin querer desaparece el principio. Sin freno ninguno, cada día un piso más y tengo mal de altura. Es como un travelling algo veloz, es una enormidad y se me escapa. Te (me) escapas.

-¿...qué?

Joder, mierda. Calla. Estúpida. Borra ya esa sonrisa patética de tu cara.
Esto no entraba en mis planes. Hay riesgo de alarma anti-incendios de nieve. Y calor. Hace tanto calor...
O quizá soy yo, que me derrito.
¿Por los ojos?


Como un pato en excursión nocturna me he perdido a la orilla de un río que cuida la ciudad mientras duerme. En un fondo negro se advierten luces, de neón, de cruce, de fluorescentes, de color, de supernovas y de apagón. Y dejando las distracciones a un lado, vuelvo a observar esta enorme escalera, plantarle cara al siguiente escalón, respirar hondo y dar el paso, aunque sepa que no debo. Que no merece la pena llegar al siguiente piso (todo lo que sube tiene que bajar, y mis bajadas suelen ser por la salida de emergencias). Subir el siguiente peldaño que me lleva poco a poco una nueva y estrepitosísima caída libre con consecuencias desastrosas.

+...nada.

Aprendiendo, a pesar de todo, a no estropear historias con palabras vacías, cansinas. Una milésima de segundo en verso no es mejor trovadora que un gesto silencioso. Sin métrica ni retórica llegando al punto álgido de la sensación de tener más ganas de pasar horas haciendo nada.

Encontrando de sorpresa tormentas sin lluvia. En relámpagos de papparazzis y rayos sin truenos para respetar nuestro silencio. Justo en la mitad de ese relámpago llegó el mal de altura.

Vuelvo al piso actual de mi escalera y me asomo por el hueco del ascensor. En un embarcadero pequeño casi me podría haber escurrido al buscar mi reflejo en la oscura inmensidad del agua.
Me llamo.
Eco.

Mi reflejo. Enturbiado. Borroso.
Pero tú sigues ahí. Intacto, ¿dónde estoy yo?
Me perdí en mi universo (otra vez). Encontrar mi reflejo y preguntarme qué cojones estoy haciendo otra vez.

Ahora lo veo nítido, no es más que un simple espectro de los colores de la sombra de una actriz trapecista e intrépida que lee entre líneas su pretérito imperfecto en su presente efervescente. Una actriz que ha perdido su guión, se le traspapeló la tragicomedia en mitad del argumento y ahora no sabe cómo continuar.

Una trapecista con mal de altura que sabe lo que quiere, pero no si es ese el final que el público espera.

-¿Seguro?

Y no contesta. Se acerca, y hace que suba unos ciento ochenta y siete peldaños más.

Me encantaría saber cómo decirte todo el revuelo que estás causando dentro de la pequeña gran civilización que vive dentro de mi cabeza. Y, cuando supiese cómo, tener cojones para explicártelo.